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Firma Invitada: Luis María Anson

Luis María ANSON
Luis María ANSON

La Monarquía que defendió Juan III

 

Don Juan conversa con Pemán, Sainz Rodríguez y Luis María Anson (a la izquierda) © El Imparcial
Don Juan conversa con Pemán, Sainz Rodríguez y Luis María Anson (a la izquierda) © El Imparcial

En la última clasificación de países por desarrollo y calidad de vida realizada por la ONU, entre las diez primeras naciones del mundo siete son Monarquías parlamentarias. Entre las quince primeras, diez son Monarquías parlamentarias. España ocupa el puesto diecinueve. Frente a las políticas oxidadas, la exasperada palabra, los escapularios ideológicos, resulta incontestable la elocuencia de las cifras y los datos.

En el último referéndum Monarquía-República celebrado en el mundo (Australia, hace doce años) los ciudadanos que integran una de las naciones más modernas y de vanguardia en el mundo apoyaron masivamente a la Corona. Tengo para mí que si el referéndum se hubiera dirimido entre Monarquía parlamentaria y República presidencialista el resultado habría sido otro. Pero lo que se planteó a los australianos es que eligieran entre Monarquía parlamentaria y República parlamentaria puesto que el parlamentarismo es la tradición política del país. La ciudadanía prefirió mantener la Monarquía. Si al Jefe del Estado se le reservan sólo las funciones de arbitraje y moderación, el australiano medio decidió que para el desempeño de esas funciones resulta mejor un rey, nombrado por la Historia, por el sufragio universal de los siglos, que un presidente elegido por la mayoría parlamentaria de uno o varios partidos. La ciencia política ha aceptado para el siglo XXI, si hay respaldo democrático en la Constitución, la herencia en la Jefatura de Estado como fórmula inteligente para situar en el vértice de la pirámide a alguien por encima de los partidos políticos y sus vaivenes. El arbitraje y la moderación, que es todo lo que corresponde a la Jefatura del Estado en los sistemas parlamentarios, lo puede ejercer generalmente con más eficacia quien no ha sido elegido por ninguna de las partes que quien depende de una de ellas.

Entre las naciones políticamente más libres del mundo, socialmente más justas, económicamente más desarrolladas, culturalmente más progresistas del mundo, se encuentran las Monarquías democráticas europeas y asiáticas. Nadie puede negar esta realidad. Hay Monarquías abominables como algunas que rigen países árabes; hay también Repúblicas deleznables como las de Corea del Norte, Cuba o la del Congo del fallecido presidente Mobutu. Si constitucionalmente se articula el funcionamiento de la democracia pluralista, tanto la Monarquía como la República son aceptables. Lo que importa no es la forma de Estado, sino el contenido, afirmaba Don Juan de Borbón. No voy, pues, a estibar los viejos fardos con que se cargan las espaldas de la Monarquía porque basta poner al descubierto la política madriguera de los sectarios de turno.

Si uno de nuestros intelectuales más sagaces, Antonio García Trevijano, republicano razonable y razonador, me preguntara a mí qué prefiero, la República suiza o la Monarquía saudí, le contestaría que, naturalmente, la República suiza. Pero si yo le preguntara a él qué prefiere, la Monarquía danesa o la República de Pinochet, me respondería sin duda que la Monarquía danesa. Si el contenido de la forma de Estado es la democracia pluralista, Monarquía y República son igualmente aceptables.

La soberanía nacional reside en el pueblo, no en el Rey, afirmó Don Juan en varios discursos y declaraciones. Y el pueblo español cuando pudo ejercer esa soberanía en 1978, después de cuarenta años de dictadura, despojó al Monarca de todos los poderes que el dictador Franco le había legado y redujo sus funciones al ejercicio del arbitraje y la moderación, a la representación de la nación en los actos públicos nacionales e internacionales y a la jefatura teórica de las Fuerzas Armadas, lo que resultó muy práctico el 23 de febrero de 1981 cuando Juan Carlos I, bien asesorado por su padre Juan III, se vistió el uniforme de capitán general y ordenó desde la televisión a algunos militares sublevados que regresaran a sus cuarteles, salvando así para España la democracia y la libertad.

En nuestra nación, como en las demás Monarquías democráticas, todos los poderes ejecutivos son ejercidos por los que cuentan con el voto ciudadano tras las elecciones. En la empresa del Estado, el pueblo ha reservado al Rey las funciones de arbitraje y moderación, algo así, hablemos con claridad, como el puesto de director de relaciones institucionales en una gran empresa industrial o comercial. Y se lo ha reservado sencillamente porque en ese puesto resulta o puede resultar más útil que otros. Es decir, las Monarquías parlamentarias, que se alinean hoy entre los mejores países del mundo, permanecen por razones de utilidad, no por magias y otras vainas que algunos esgrimen. La larga tradición bovina de la clase política española conduce a las más pintorescas argumentaciones para justificar el régimen que los españoles refrendamos en 1978. No resulta difícil, sin embargo, deshuesar la Constitución y comprobar su práctica osatura actual y su alentadora realidad.

En el pensamiento de Juan III, si la Monarquía es una plataforma para que sobre ella se resuelvan los problemas de la nación, es decir, si resulta útil, permanece. Si se convierte en un problema y no en una solución, el pueblo la derribará. Con motivo del matrimonio astillado de los príncipes de Gales, Carlos y Diana, empalidecidos los días de lujo y rosas, abrumado él por las heridas de la Historia, encendidos en ella los ojos de cierva azul y engañada, las cenizas sexuales se derramaron sobre la Monarquía más firme del mundo, que se tambaleó. La Corona, zarandeada por la palabra hembra, estuvo a punto de convertirse en un problema y no en una solución. Estuvo a punto de dejar de ser útil. Y eso significa su fin, incluso en Gran Bretaña. La Familia Real, además, es un poco la familia de todos y los ciudadanos tienen derecho a exigir de ella ejemplaridad, acorde con los usos y costumbres de cada época.

Las hilanderas de la Historia, en fin, cuando nos adentramos en el siglo XXI, no pueden tejer otros tapices que los de la voluntad popular. Porque el Rey está para el pueblo no el pueblo para el Rey. “Que el reinar es tarea -escribió Quevedo- que los cetros piden más sudor que los arados, y sudor teñido de las venas; que la Corona es el peso molesto que fatiga los hombros del alma primero que las fuerzas del cuerpo; que los palacios para el príncipe ocioso son sepulcros de una vida muerta, y para el que atiende son patíbulos de una muerte viva; lo afirman las memorias de aquellos esclarecidos príncipes que no mancharon sus recordaciones contando entre su edad coronada alguna hora sin trabajo”.

Luis María ANSON

de la Real Academia Española